“Por corruptas, las contralorías territoriales deben eliminarse”

Es tal el nivel de la corrupción en estas entidades, que debe hacerse “borrón y cuenta nueva” para establecer un modelo que funcione.

Creadas para defender el erario a nivel regional y apuntalar la descentralización, las contralorías territoriales no dieron la talla. El remedio resultó peor que la enfermedad.


En su artículo “¿Por qué la presencia de las contralorías no disminuye la corrupción en Colombia? Análisis desde la perspectiva de un modelo de agencia”, los investigadores Federico Corredor (profesor) y Valentina Cortés (estudiante de maestría en Gobierno y Políticas Públicas), ambos del Externado, explican las razones de la inviabilidad de este modelo. El artículo está contenido en la colección “La corrupción en Colombia” (4 tomos), segunda serie de investigaciones sobre grandes temas del país que, a su vez, hacen parte el proyecto “Así habla el Externado”.

Las contralorías departamentales fracasaron en el intento de reducir la corrupción en la ejecución del gasto público. “Como guardianes del erario, han sido capturadas por el regulado en un ambiente en el que el clientelismo regional facilita los sobornos y dádivas que dan lugar a acuerdos colusorios en pro de intereses particulares”, dicen los investigadores.

Ellos encontraron que, en primer lugar, a nivel regional hacer acuerdos ilegales entre el vigilante (la Contraloría) y el vigilado (gobernadores, alcaldes, políticos), para apropiarse de recursos públicos y repartirlos, y evitar que estos movimientos salgan a la luz, son prácticas relativamente fáciles de realizar, con pocos riesgos, como lo demuestra el bajísimo nivel de resultados en procesos de responsabilidad fiscal. Son bajos los costos de transacción en este escenario.

Subrayan la inexistencia de independencia entre el vigilado y el vigilante, pues los aspirantes a contralores compran su elección y pagan entregando los cargos disponibles, no a los más capaces y a los más honestos, sino a los amigos o recomendados de los políticos. “Al menos en quince ciudades los concejales le pusieron precio a su voto en la elección de contralores […] si los contralores tienen que pagar por los votos para ser elegidos, comprometer cuotas burocráticas o incluso parte de sus salarios a concejales y diputados, es a este último grupo de personas al que los encargados del control fiscal deben rendir cuentas y no a la ciudadanía”, asegura el informe.

Finalmente, está el problema de la eficiencia de la tecnología de supervisión, que suma el atraso tecnológico con las deficientes capacidades del personal para ponerlo en marcha y, de otro lado, con la ausencia de una cultura de la participación de una ciudadanía que no sabe cómo o no le interesa denunciar o vigilar.

Y todo esto está inmerso en la ‘kafkiana’ situación de la multiplicidad de supervisores que bien describen los investigadores: “se han identificado siete niveles de supervisores en el esquema de supervisión sobre la producción de bienes públicos en Colombia. Siete guardianes de guardianes, que vigilan al vigilante que vigila a los vigilantes de vigilantes, y la corrupción en Colombia no disminuye, y cada día sus proporciones son más escandalosas”. ¿Qué hacer? Por supuesto que la supervisión es necesaria, pero hay que garantizar su eficiencia: si se identificaron tres elementos que llevan al fracaso de las contralorías, atacarlos sería la respuesta.

Para comenzar, sustraer recursos públicos y realizar mangualas indebidas, debería ser costoso y peligroso.  Que, efectivamente, existan sanciones judiciales y sociales; una ciudadanía informada y participante; rendición de cuentas, que implique recompensas y castigos. Solo así se podría neutralizar una realidad en la que 18 de 32 contralorías territoriales tienen un riesgo alto o muy alto de presentar corrupción; 12 tienen un riesgo medio y tan solo 2 tienen uno moderado, según Transparencia por Colombia.

Entre las medidas que los investigadores sugieren como eficaces para aumentar los ‘costos de transacción’ están los llamados “controles especiales”, o excepcionales, esto es, intervenciones no planificadas sobre supuestas irregularidades, que no deben hacer parte de las auditorías regulares y están marcados por la sorpresa, que disminuye la capacidad en encubrimiento.

Si los mecanismos de elección de Contralores están viciados por el tráfico de influencia e intereses, será necesario pensar en nuevos modelos que garanticen la independencia del que vigila.  Por último, los sistemas tecnológicos en los que se basan las actividades de auditoría deben estar actualizados, por supuesto, pero tienen que complementarse necesariamente con la idoneidad y transparencia de quienes los operan.

“El control fiscal es viable en Colombia si y solo si se transforma. […] vale la pena hacer un esfuerzo para emprender un verdadero cambio de paradigma, que involucre no reformar normas sino la cultura, la ética y las prácticas de control fiscal colombiano, para evitar ese gran riesgo de organismos de control al servicio de los autoritarios y la corrupción y no al servicio de la sociedad”, concluyen los autores.

El desafío de medir la corrupción

Colombia carece de un mecanismo idóneo para medir la corrupción, en particular en el ámbito regional. Si bien hay algunos indicadores como los de Transparencia por Colombia (Indice de Transparencia de las entidades Territoriales – ITT) de y la Procuraduría General de la Nación (Índice de Gobierno Abierto – IGA) estos se concentran en el ‘riesgo de corrupción’ de las entidades, mas no en datos que indiquen los niveles reales del fenómeno.

En su artículo “Medición de la corrupción regional en Colombia: una propuesta de indicadores a partir de registros de organismos de investigación y control”, publicado en el mismo tomo 1 de la colección, los investigadores David Ortiz PhD y Luis Carlos Calixto, de la Facultad de Economía, señalan que este reto es inaplazable como condición para lucha contra el fenómeno.

La propuesta está dirigida a crear un sistema confiable de medición de la corrupción, que incorpore registros de la Fiscalía General, la Contraloría General y las contralorías territoriales. Sin embargo, para lograrlo habría que salvar obstáculos como el que se encontraron en el camino:  si bien los indicadores de Transparencia por Colombia (ITT) y de la Procuraduría General son consistentes con los de la Contraloría General de la República, los datos de las contralorías regionales van por otro camino, obedecen a otra lógica, “tal vez por falta de independencia política o por dificultades de orden técnico en su gestión”, según los autores de este estudio, que se sintoniza con la investigación reseñada al principio (Corredor y Cortés).

Pero, además, los indicadores del control fiscal en el país no coinciden con los de acción penal en hechos de corrupción. “Esto sugiere, aseveran los investigadores, que las diferentes entidades encargadas de vigilar (en el sentido fiscal y penal) los recursos públicos no actúan de manera coordinada para investigar y sancionar casos de corrupción”.

Aplicar un modelo serio para medir la corrupción a nivel regional en Colombia conduciría a determinar valores aún no establecidos de los dineros que se roban, se desperdician, se malgastan o se despilfarran. Esa suma es un porcentaje que, como decimos, aún se desconoce, de la suma de la quinta parte del Presupuesto General de la Nación (Sistema General de Participaciones), que va a las regiones; más 18 billones de pesos del Sistema General de Regalías (cálculo a 2015) para realizar proyectos de inversión, más los ingresos tributarios de los departamentos y municipios, equivalentes al 3 por ciento del PIB.

Y si no sabemos a cuánto asciende la corrupción en las regiones, sí sabemos que esta amenaza de manera grave el actual esquema de descentralización fiscal; que pone en peligro la viabilidad financiera de los departamentos y municipios; que le resta legitimidad al sistema y entorpece el cumplimiento de las metas de inversión pública y de gasto social.

En su intento por comparar diferentes sistemas de medición de la corrupción a nivel regional en Colombia, Ortiz y Calixto encuentran un dato interesante, que es la relación entre el mayor riesgo de corrupción señalado por indicadores como del IGA y el ITT, y el menor número de sentencias en caso de corrupción por 10.000 habitantes:

“Departamentos como Caldas y Quindío, que tienen buenas calificaciones en gobierno abierto y transparencia, presentan también el mayor número de sentencias condenatorias por 10.000 habitantes. Mientras tanto, departamentos como Chocó, Vaupés, la Guajira y Guainía, que obtienen puntajes bajos en el IGA e ITT, exhiben al mismo tiempo un número reducido de sentencias condenatorias por 10.000 habitantes (…) Los resultados son consistentes con dos interpretaciones sobre la relación entre justicia y corrupción. Por un lado, es posible que la justicia penal sea lenta e ineficiente en ciertas regiones, lo que incentiva la comisión de prácticas corruptas. Por otro lado, es posible que en aquellas regiones menos transparentes la justicia también esté capturada por redes de corrupción, lo que entorpece la acción de la Fiscalía”. De nuevo surge el asunto de los ‘costos de transacción’.

Los investigadores advierten, igualmente, falencias y rezagos tecnológicos en los sistemas de control fiscal en el país, pues no contamos con un sistema robusto que nos permita explotar, con ‘microdatos’, todas las dimensiones de los procesos de responsabilidad fiscal, y agregan: “Lo anterior es mucho más urgente si se quiere hacer un salto a la incorporación del big data en la lucha contra la corrupción en Colombia”.

Finalmente, tras explorar experiencias internacionales, Ortiz y Calixto sugieren metodologías capaces de arrojar información fidedigna como encuestas de opinión, elaboradas y aplicadas con criterio técnico, que deberían explorar tanto las percepciones de corrupción como las experiencias de actos corruptos.