60 años bajo el signo de la prohibición
balances críticos de la política de drogas e iniciativas de cambio
Asimilar la hoja de coca con la cocaína es un error, tan grave como si se prohibiera el agua porque hay inundaciones. Así como deliberadamente hay quienes alteran los componentes del clima y desvían los cauces de los ríos para su beneficio, hay quienes se lucran del alcaloide.
Autor: Óscar A. Alfonso R – Docente investigador de la Universidad Externado de Colombia.
En la Convención Única de 1961 se asimiló coca con cocaína y entro en la lista de sustancias prohibidas. Quién sabe por qué razón, Colombia no envió representante a esa cumbre, pero, de cualquier manera, con el paso del tiempo convino en ese error cuyas consecuencias, 60 años después, continuamos pagando.
Cuando Richard Nixon declaró la guerra a las drogas con la Ley de Sustancias Controladas, no hizo más que ratificar la estrategia prohibicionista que venía operando desde hacía una década. Erró cuando prometió acabar con la guerra en Vietnam y la prolongó, y también lo hizo cuando pretendió acabar con el “abuso de las drogas” y el mercado creció, tanto desde la demanda como de la oferta.
En los países andinos los usos ancestrales de la hoja de coca se hacían de manera pacífica y por causa de ese error fueron satanizados. Antes de la prohibición, el sulfato de coca era exportado a los Estados Unidos y a Europa, en donde se fabricaban bebidas y fármacos que se expendían sin rubor por todo el mundo.
En la división del trabajo de la guerra a las drogas, a los países productores de hoja de coca se les asignó la tarea de acabar con la oferta a pesar de que los países centrales no hicieran su parte para contener el crecimiento de la demanda.
En su intervención ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, Virgilio Barco tomó posición frente a la permisividad del consumo de drogas en esos países al señalarla de ser la causa del narcoterrorismo que cobraba la vida de jueces y policías en Colombia. Un año después, el informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes reclamó un avance significativo en la reducción de la demanda ante la posibilidad cierta de la sustitución de una droga por otra.
A pesar de las evidencias sobre el fracaso de la política de drogas debido al sesgo sobre el control de la oferta, los Estados Unidos han insistido en ella, poniendo en práctica las “listas negras” como las de los países que no cumplen las metas de erradicación de cultivos de uso ilícito y la lista Clinton de personas naturales y jurídicas acusadas de tener vínculos con el narcotráfico.
El porte y consumo de sustancias que produzcan dependencia fue elevado a delito por la Ley 30 de 1986. En 1994 esta medida fue declarada inconstitucional. En el 2000 el nuevo Código Penal renovó la prohibición de plantar y comerciar con estupefacientes.
A pesar de esa denodada renovación jurídica del prohibicionismo, de que han sido extraditadas cerca de 300 personas reclamadas por los Estados Unidos por narcotráfico y de que una de las principales causas de la aberrante sobrepoblación carcelaria en Colombia se debe a delitos asociados con la prohibición, hay quienes sostienen que el país continúa siendo el epicentro de la oferta de cocaína porque aquí es muy fácil delinquir. Todo lo contrario, el sistema judicial colombiano es punitivo.
De manera complementaria, no son pocos los que recalcan las virtudes de la erradicación forzada mediante la aspersión aérea con el glifosato y sus coadyuvantes, relatos en los que no hay un desdén con los daños a la salud y al medio ambiente. La incertidumbre científica sobre el daño a la salud acostumbra respaldarse en una voluminosa bibliografía que niega su cancerogenicidad, pasando por alto que por cada artículo negacionista hay al menos cinco que la ratifican. La aspersión aérea transgrede las instrucciones de uso adecuado impartidas por los fabricantes y, por ello, el daño a otras especies de la biosfera ha sido notable. Abundan las demandas contra el Estado colombiano y el costo fiscal de esas contingencias es cuantioso.
En la ejecución del el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (pnis) se ha hecho evidente la violación a los acuerdos individuales y colectivos en que se soporta. Producto de ello, la erradicación voluntaria se ha ralentizado de manera abrupta y han sobrevenido más homicidios cuyas víctimas han afectado notoriamente al campesinado cocalero. No es de extrañar que ante la Corte Constitucional cursen acciones de tutela que denuncian la vulneración del derecho a la vida, de otros derechos conexos y de las reglas del Derecho Internacional Humanitario en relación con la vida e integridad de la población civil.
Más de 100.000 personas, entre ellas millares de menores de edad y adolescentes, mueren anualmente debido a sobredosis de fentanilo en los Estados Unidos. Esta sustancia, en sus diferentes presentaciones, encabeza la Lista I que la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes catalogó como sustancias “sujetas a todas las medidas de fiscalización”. En esta lista se encuentran tanto la cocaína como las hojas de coca, y en las otras dos listas hay fármacos para los que estas medidas no son tan drásticas.
Luego de seis décadas bajo el signo de la prohibición, el balance de la política de drogas es negativo desde donde se le mire. Más adictos y más víctimas incautas que han muerto por sobredosis están asociadas positivamente por el engrosamiento de los carteles cuyos miembros asesinan y corrompen por doquier en defensa de sus ganancias ilegales.
En este libro se proponen balances y se sugieren iniciativas de cambio a la política a fin de contener los circuitos perversos de la prohibición, comenzando por la adhesión a un relato que está en boga: coca no es cocaína.