¿Resignarnos a vivir en un mundo desechable?

Tal vez usted no lo sepa, amigo consumidor, pero la verdad es que la gran mayoría de objetos y aparatos que usted utiliza en su vida cotidiana tienen los días contados.

La realidad es que las industrias, de manera deliberada, les otorgan a sus productos un tiempo limitado de vida útil, de manera que usted se verá abocado necesariamente a remplazarlo en un periodo más o menos breve.

Es la llamada “obsolescencia programada”, práctica común en las corporaciones del mundo actual, que encuentra justificación en la posibilidad que brinda de incrementar las ganancias y generar riqueza, y que, jurídicamente, se sustenta en la libertad de empresa.

El libro “Aproximaciones jurídicas a la obsolescencia programada” publicado por la editorial de la Universidad Externado de Colombia, obra coordinada por el experto Jesús Alfonso Soto Pineda que contiene estudios de académicos del Derecho Constitucional y del Consumo, es una publicación pionera en la materia, en Colombia y en el mundo.

En términos generales, los autores reclaman la necesidad de legislar sobre el particular y llaman la atención sobre el carácter relativo del Derecho que asiste a las empresas de programar deliberadamente la obsolescencia de los bienes de consumo, derecho que, claramente, debe sopesarse con otros derechos fundamentales, como los que garantizan la salud y el medio ambiente sano, así como los que protegen la economía de las clases menos favorecidas.

  • Se dañó la licuadora
  • Pero ¡Cómo va a ser, si no tiene ni un año!
  • Hay que mandarla arreglar
  • ¿Y no será más barato comparar una nueva?

Diálogos similares ocurren a diario en hogares colombianos como reflejo de esta realidad. Sí, los bienes de consumo duran poco, y a ello se suman políticas industriales destinadas a encarecer o a dificultar el acceso del público a los repuestos y a talleres autorizados de reparación.

  • El carro de mi tía lleva 15 días en el taller….
  • ¿Y eso por qué?
  • Hubo que encargar el repuesto al exterior, porque el modelo ya es viejo.

La obra, resultado de un proyecto de investigación sobre el tema, explica el coordinador, ha “enfocado el estudio de la obsolescencia planificada atendiendo a todas aquellas ramas y bienes jurídicos protegidos, tanto desde el derecho público, como desde el derecho privado”.

En su artículo “La obsolescencia programada: tensión constitucional y abuso del derecho”, Magdalena Correa, directora del Departamento de Derecho Constitucional del Externado, define la obsolescencia programada, como el “’conjunto de técnicas’, estrategias o prácticas empresariales que buscan reducir de manera artificial la durabilidad de los productos manufacturados, mediante el ‘diseño, planificación, proyección y control’ del “ciclo de vida de sus componentes’. Esto con el objetivo de estimular el ‘reiterado consumo’ de tales bienes ‘dentro de un corto período de tiempo’, esto es, ‘de dinamizar la demanda y estimular el consumo e impulsar a los particulares a adquirir otros productos’, y de reforzar ‘la recompra prematura’, tras la pérdida de ‘funcionalidad’ de los bienes adquiridos, ‘o por su caducidad’”.

La obsolescencia programada adquiere distintas formas: la objetiva, que corresponde a la terminación real y efectiva de la vida útil de un producto. En este caso, se suele establecer un esquema empresarial según el cual el costo de reparación del aparato resulta igual o superior al de uno nuevo y en el que se desestimulan a todas luces los servicios técnicos de reparación. Una historia bien conocida por todos los consumidores.

La obsolescencia programada de carácter técnico se da como resultado de la innovación tecnológica, cuando se incorporan mejoras que inducen al consumidor a remplazar el bien. Hay que desechar el teléfono, porque los nuevos son más inteligentes, porque hablan y se les puede hablar, porque toman fotos en alta resolución, porque me recuerdan lo que tengo que hacer.

Existe otro tipo de obsolescencia programada, la de carácter subjetivo, que se da a pesar de que el aparato mantenga las características y funciones para las cuales fue elaborado. No obstante, su propietario siente que ya no le sirve y experimenta la necesidad (creada por los expertos en mercadeo y ventas) de adquirir uno nuevo, que se convierte en la ‘varita mágica’ que concede prestigio y estatus social.

  • Ya salió una nueva versión de la tableta…
  • ¡Me muero por tenerla! ¡Voy corriendo antes de que se acaben en la tienda!
  • ¡Pero si la que tienes está perfecta!
  • ¿Cómo voy a ir a la junta con esta ‘flecha’ tan vieja?

Y ahora: ¿Quién podrá defendernos?

La pregunta fundamental que los autores del libro intentan responde es si la industria tiene derecho de implantar políticas como la obsolescencia programada.

En un Estado como el colombiano, continúa la profesora Correa, el ánimo de lucro es lícito, la libertad de hacerse rico cuenta con respaldo constitucional. De esta manera, en principio, una estrategia como la obsolescencia programada, que puede incidir directamente en la generación de riqueza y empleo, y que pone al alcance de las clases menos favorecidas, productos de consumo accesibles en términos económicos, se podría reconocer como una práctica protegida por la libertad de empresa, en la medida en que no está prohibida por la legislación.

Pero, por supuesto, aquí no puede terminar esta historia: investigadores como Soto y Correa advierten en su análisis cómo derechos como el de libre empresa no puede considerarse como absoluto, y debe estar acotado por otros derechos que representan ni más ni menos que el bien común.

Dice Magdalena Correa: “La puesta en circulación de bienes cuya vida útil se recorta de manera artificial genera afectaciones de orden colectivo: Por un lado, existe disminución de los patrimonios de las poblaciones con menores ingresos, más aún cuando la compra de los productos opera con créditos de fácil acceso, pero con tasas elevadas. También tienen la capacidad de afectar el nivel de empleo de las empresas de reparación”.

“No obstante, es en la salud pública y el medio ambiente donde más evidentes son las consecuencias negativas de la producción de bienes en poco tiempo obsolescentes. La obsolescencia programada genera un derroche de recursos naturales y un desbordamiento de residuos con altos contenidos de toxinas, como arsénico, plomo, níquel, entre otros. Al acelerar la producción se reduce la disponibilidad de minerales no renovables y al mismo tiempo se incrementa el consumo de energía. De igual modo, la contaminación a que se ha aludido, no sólo produce daños sobre las personas sino en general sobre los sistemas vivos… De allí que se haya formulado con razón que planear ‘la duración limitada integrada en el producto como estrategia comercial está en contradicción con los principios de producción y consumo sostenibles’”.

Y hay más: por ejemplo, la competencia que imponen las empresas que ponen en práctica la obsolescencia programada impide a otras compañías aplicar una política de fabricación de bienes de calidad, durables. Para mantenerse en el mercado no les queda más remedio que producir para este mundo, barato y desechable aún a sabiendas de que “lo barato sale caro”.

Consumir la miseria

En su artículo “Una lectura ligera acerca de historias oscuras del mundo del consumo: la obsolescencia programada en su contexto capitalista avanzado”, el sociólogo Daniel Briggs, profesor de Criminología de la Universidad Europea de Madrid, ofrece la perspectiva de la realidad social global que subyace la práctica de la obsolescencia programada:

“Mientras la mitad del mundo está comprando estos productos para satisfacer sus deseos artificialmente creados, la otra mitad trabaja en condiciones inhumanas y de esclavitud para producir esa misma mercancía, pues trabajan en un tipo de ‘miseria manufacturada’. Así es que, en esencia, el placer simulado del producto que ha comprado el consumidor nace de la desgracia de otros”.

“… la competitividad sigue y hay una batalla constante entre las corporaciones para lograr beneficios sin importar las consecuencias sociales; lo que significa llevar la producción a países donde los derechos humanos se puedan barrer debajo de la alfombra. ¿Y el resto de nosotros? Pues consumimos su miseria”.

¿Y el Derecho, qué tiene que decir?

Este libro publicado por el Externado contiene, además de algunas propuestas jurídicas para la solución de este conflicto de derechos, estudios e indagaciones sobre lo que otros países han realizado en la materia.

En concreto, la investigadora Correa explora la posibilidad de acudir a la figura del “abuso del Derecho”, para poner talanqueras a prácticas privadas que, necesariamente, se imponen sobre el interés público.

A partir de la antigua máxima según la cual “no todo lo que es lícito es honesto”, que exige consideraciones éticas que sobrepasan el ámbito estrecho de las técnicas legales para denotar que hay principios que se interponen a las reglas, la investigadora, acudiendo a la jurisprudencia colombiana, especialmente la de la llamada Corte de Oro de los años 30 del siglo XX, señala que:

“… en uso de las facultades, prerrogativas, garantías o petición de las prestaciones o demás ingredientes normativos como los derechos se manifiestan, su titular no puede ejecutar actos contrarios a la finalidad que se persigue con su reconocimiento y ni producir actos que causen irrespeto, vulneración o afectación ilegítima de derechos ajenos, so pena de que los mismos se consideren no lícitos a la vez que reprochables en cuanto con el daño que producen exista culpa por la intención de perjudicar por la imprudencia o negligencia que puedan reflejar”.

Y agrega que “La obsolescencia programada puede considerarse como un abuso del derecho de libertad de empresa porque con ella se afectan derechos colectivos y subjetivos protegidos por la Constitución, cuyo peso específico puede superar al otorgado a aquel derecho, en cuanto mucho más que intereses económicos legítimos, representan ámbitos normativos que garantizan la existencia y dignidad humanas, los derechos de los consumidores como parte débil de la relación”

Así, la invitación que estos académicos formulan al país, especialmente a sus legisladores y jueces, es a dar respuestas en un ámbito en el que evidentemente campea la inequidad.

Autores que participan en la obra: Andrés Mauricio Gutiérrez Bernal, Magdalena Correa Henao, Raquel Regueiro Dubra, Verónica María Echeverri Salazar, Julián E. Ospina Gómez, Mateo Sánchez García, Camilo Pabón Almanza, Jesús Alfonso Soto Pineda, William Fernando Martínez Luna, Lidia Moreno Blesa, Wilfredo Robayo Galvis, jacqueline Hellman Moreno y Daniel Briggs